FERNÁNDEZ LAHOZ, TATIANA
–Pero, ¡qué niñita más mona! ¿Cómo te llamas?, ¿eh?
–Es algo tímida –sonrió la madre de la criatura.
»Venga, dile a Raquel cómo te llamas.
La niña, una pequeña de pálida piel y ojos agrisados, miraba a su madre sin saber qué decir, producto de su timidez. Instintivamente hacía lo mismo con el padre, hombre que sólo tenía ojos para su pequeña y que se sentía enormemente orgulloso de ella.
–Venga, hija –intervino el progenitor–. Que están esperando a que respondas.
La niña miró a su padre, luego a su madre y finalmente, con la cabeza agachada, observó a aquella mujer que se empeñaba en sacarla los colores.
–Ta… Ta-ti-a-na –dijo finalmente.
–¡Tatiana! –exclamó sonriente Raquel–, ¡qué nombre más bonito! –acarició su cabeza.
–Es muy tímida, pero muy buena –puntualizó la madre.
–Tiene una mirada muy limpia, cosa que se acrecenta con esos grandes ojos que tiene.
Tatiana se ruborizó mientras se abrazaba a su madre y apartaba la mirada.
Era sábado por la tarde, y la pequeña y sus padres habían acudido al parque para que la menor se pudiese divertir jugando en la zona infantil y, por qué no, socializar con otros niños y niñas. Sergio, el padre, se acercó con su hija mientras su mujer continuó dialogando con su amiga.
Rebeca miraba, desde una distancia bastante corta, como su hija era columpiada por su marido al tiempo que intentaba seguir el hilo de la conversación, pero de repente, la pequeña Tatiana se quedó con la mirada perdida, algo de lo que su padre no pudo percatarse ya que se encontraba tras ella empujando el columpio.
–Espera un momento –dijo la madre de la pequeña a su amiga.
Se acercó a su hija con rapidez, hizo detener el balanceo a su marido y se arrodilló junto a su pequeña.
–¿Qué sucede, hija?
–¿Qué pasa? –preguntó el padre algo extrañado?
–Cariño, ¿qué te ocurre?
Tatiana no dejaba de mirar al frente hasta que lentamente fue girando la cabeza hacia su izquierda, elevándola con lentitud, pareciendo como si con la mirada estuviese siguiendo algo que sus padres no veían.
–Hija, me estás asustando –dijo nerviosa la madre.
Sergio chasqueó los dedos delante de su hija intentando así llamar su atención, pero cuando lo hizo se incorporó un poco hacia delante como si intentase ver por detrás de su padre. Entonces se agachó como antes lo había hecho su mujer, cogió con sus manos la cabeza de la niña e intentó por todos los medios que la mirase, cosa que hizo. Pero casi de inmediato, la pequeña apartó la mirada y la dirigió a su derecha, forzando un poco el giro de su propia testa.
–¿Sucede algo? –preguntó Raquel.
–Está como ausente.
–Sí –dijo Tatiana sin que nadie la preguntase algo que tuviese como respuesta esa palabra.
-¿Sí, qué? –preguntó el padre.
–Están aquí.
–¿Quién?
–¿Por qué? –la pequeña ignoraba al padre, aunque realmente supiese que estaba ahí.
–¡Ah!, vale. Se lo diré a mamá y a papá y a los yayos –respondió la menor.
–¿Qué tienes que decirnos? –preguntó esta vez la madre.
Tatiana se giró hacia su madre. Parecía triste, aunque sus amplios ojos pareciesen no querer expresar realmente esa condición.
–Se tiene que ir ya.
–¿Quién se tiene que ir?
–Tito Andrés.
Padre y madre se miraron completamente extrañados; Raquel miró a la niña para inmediatamente hacer lo propio con los progenitores.
–No está el tito aquí, Tatiana –dijo el padre.
–Ya no. Se ha ido ya.
En ese momento, Rebeca recibió una llamada en su integrado. En la pantalla virtualizada del mismo no aparecía el nombre de nadie que tuviese registrado en la agenda, ni número identificativo alguno; sólo un código que invitaba a pensar en la llamada de algún tipo de comercial para tratar de vender algún producto o servicio.
-¿Diga? –respondió la mujer.
–¿Rebeca Lahoz?
–Sí, soy yo. ¿Qué desea?
–Le llamamos desde los servicios de urgencias; tenemos una mala noticia que darle.
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Aquel día, en aquel momento, mis padres descubrieron que tenía un don, y que era especial y distinta al resto de personas; el principio de una amargura que tardaría en desaparecer, de una vida que no podría normalizar, de un privilegio que pesaba mucho, pero que tenía que sobreponerlo si quería disponer de una existencia más o menos norma.
A veces, las personas débiles tiene que soportar una gran carga. La mía, en ocasiones, es excesiva.