RIAL, HÉCTOR
–Cariño, no dejes que el chico lea eso.
–¿Por qué, Pati? –preguntó extrañado–. La lectura le hará culto; aprender y comprender todo punto de vista, incluso aquel que no es científico, le enriquecerá lo suficiente como para saber valorar y entender mejor a otras personas y a sí mismo.
–Yo no lo veo así. Ahí tienes libros que hablan de cosas que nada bueno pueden traer.
–Si no lo lee aquí lo leerá en la red –se justificó el hombre–. Es mejor que se nutra de conocimiento donde puede valorar otras formas de pensamiento sin necesidad de sentirse aislado desde la primera página web que encuentre sobre el tema. Además, míralo; no he visto a un muchacho de su edad tan entusiasta como él.
–Está en una edad muy difícil –comentó angustiada–. Cariño, puede írsete de las manos. Su cabeza no está lo suficientemente asentada y...
–¡No seas agorera! ¿Acaso no te das cuenta que una persona que sabe, que tiene conocimientos, es capaz de discernir con mayor claridad el bien del mal?
–Tu hijo y tú no sois iguales. Cada persona es un mundo, cada cerebro razona de distinta manera, cada individuo evalúa de forma diferente... No puedes ver en nuestro hijo un reflejo de ti mismo.
–Tonterías –replicó sonriendo–. Será una persona increíble, listo como ningún otro, con una capacidad innata de compresión, un espíritu libre y sano. Ya estoy orgulloso de él, pero va a hacer que sea el hombre más orgulloso de todo el planeta.
–Papá, ¿puedes venir? –llamó el pequeño.
–¿Lo ves? –se apresuró a decir el orgulloso padre–. Cuando tiene dudas, inmediatamente me llama; cuando necesita un punto de vista adicional, se apresura en buscarme. Permitirle volver a entra en mi biblioteca personal para saciar su curiosidad, fue una gran idea.
–A mí me parece una idea nefasta.
–Si me disculpas.
Una madre preocupada; un padre orgulloso; un niño altamente curioso e inteligente. Quizás pareciera la estampa de una familia normal y corriente, pero lo cierto es que la joven mujer tenía motivos para sentirse preocupada. La biblioteca personal de su marido era un lugar donde se depositaban libros relacionados con la religión, lo sobrenatural, lo oculto; un espacio en el que el matemático disfrutaba de su pasión, su hobby; una habitación no demasiado apta para un impúber como su hijo, demasiado espabilado para su edad y con un exceso de confianza que le hacía creerse mejor que los demás.
Aquella mujer se quedó mirándolos recostada en el marco de la puerta. Su marido y su hijo intercambiaban palabras, se reían, se mostraban interesados en exactamente los mismos temas... pero algo cambió. El gesto de su marido se tornó serio, por momentos incluso parecía enfadado; su hijo se extrañó de la reacción de su padre y ella sintió la necesidad de incorporarse a aquel diálogo que estuviese transcurriendo entre ambos. No lo llegó a hacer, ya que su esposo volvió a mostrar una sonrisa en su rostro y comenzó a explicar a su hijo aquello que hubiese preguntado o matizar lo dicho por el preadolescente para que la mente de éste no albergara ningún tipo de dudas.
Se dio la media vuelta, dejando a solas a los hombres de la casa, a su marido y su vástago; se dirigió a la cocina, abrió la nevera y cogió un refresco de cola. Comenzó a pensar en las veces que había tratado aquel tema con anterioridad, pero él sólo veía que su hijo se iba a convertir en alguien motivo de orgullo y satisfacción; ella opinaba todo lo contrario.